Mi abuela nació en un pueblo del centro de México, uno por donde pasan millones de mariposas que cada año llegan volando de muy lejos. Nadie nunca le dijo que venían del norte, pero tal vez mi abuela respiró un poco del polen que ellas traían en las alas. Me imagino que ese polen se metió en su cuerpo y desde dentro hizo que, siendo muy joven, tuviera esa sensación o certeza de que se iría lejos. Algo similar, pero sin mariposas, le ocurrió a mi otra abuela —sería en todo caso un alebrije. Tal vez fueron los colores, lo fantástico o lo imposible corporizado, el caso es que también se fue. Ambas llegaron a la Ciudad de México. Gracias a la migración que ellas hicieron, fue posible que unas cuantas decenas de personas existamos.
Me parece que me heredaron algo de ese polen y algo de ese imposibilidad corpórea. Desde pequeña también supe que me iría, pero no sabía bien a bien lo que eso significaba, mucho menos me podía imaginar hacia dónde, en qué condiciones, los costos de irse lejos. Supongo que mis abuelas tampoco sabían lo que una se deja cuando nos vamos. ¿Qué hace que migremos? ¿Valentía? ¿Urgencia? ¿Sueños? ¿Deseo? ¿Terror? ¿Esperanza? Esperanza.
Imagino que algunas de esas palabras y emociones estarán en el cuerpo de los millones de personas que cada año deciden cambiar de país: 272 millones en 2019, según las Naciones Unidas. Son muchas más las que cambian de región sin cruzar las fronteras: 740 millones, según la misma fuente. Otras tantas —40 millones— han sido desplazadas por razones de conflictos, persecución o crisis climática y hay alrededor de 22 millones de refugiados....
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